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DESDE LA FRONTERA

 

por Luiza Fagá

 

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Apuntes de un viaje por el terreno de las masculinidades.

"Un territorio fronterizo es un lugar vago e indefinido, creado por el residuo emocional de una linde contra natura [una frontera no natural]. Se encuentra en un constante estado de transición. Sus habitantes son los prohibidos y los desterrados. Allí viven los traspasados: los bizcos, los perversos, los queer [...]; en definitiva, los que traspasan, que transgreden o atraviesan los límites de lo 'normal'".

(Gloria Anzaldúa, en Borderlands/La Frontera)

 

 

La Cocha es una laguna que se sitúa en el Nudo de los Pastos, un nudo de montañas al norte del continente sudamericano donde se bifurcan los Andes, cerca de la costa pacífica colombiana y de la frontera del país con Ecuador. Nariño, el distrito al que pertenece La Cocha, es una importante región de resistencia al uribismo, el régimen de extrema derecha -aliado del paramilitarismo y el narcotráfico- que ha gobernado directa o indirectamente Colombia desde principios de este siglo. En gran medida, la rebelión nariñense se debe a la lejanía geográfica del territorio con respecto al centro político del país, lo que le confiere cierta independencia, y, sobre todo, a la fortaleza indígena Quillasinga que protege el territorio.

Hace aproximadamente un año visité con mi novia Luna este nudo volcánico de montañas altísimas, donde nace el río Amazonas y donde las aguas del Pacífico tocan las del Atlántico. Ella, colombiana mitad bogotana y mitad paisa -de Medellín-, siempre me habló con amor de este territorio que no era suyo por derecho de nacimiento, sino por filiación afectiva y política. Hicimos un viaje en lancha, ella, yo y un hombre simpático que nos llevó por esa geografía fría y fértil que se expande alrededor de la laguna de La Cocha.

Durante todo el trayecto, él se acercaba a mí para preguntarme qué ruta íbamos a tomar, contarme la historia de la laguna, negociar el precio y charlar trivialidades. Cada vez que esto ocurría, me volvía inmediatamente hacia Luna y, con la mirada, le pedía que me tradujera lo que me había dicho, ya que el acento del marinero de Nariño era incomprensible para mí. Yo le respondía en un español argentino con trazas de portugués, revelando mi total "gringueza" y exigiendo de nuevo a Luna que hiciera de traductora -en aquel contexto, el "argentino" era otro idioma-. Pero nuestro guía insistía en comunicarse conmigo, sólo conmigo. Aunque apenas nos entendíamos y aunque era Luna quien tenía tanto las preguntas como las respuestas. Yo era la turista obvia, doblemente extranjera; ella no. Nos despedimos. Luna pagó. Él me dió a mí el cambio.

Soy una mujer lesbiana. Tengo el pelo corto y llevo camisas holgadas, pero rara vez me confunden con un hombre. Quizás de vez en cuando, cuando me ven de espaldas o de lejos, pueden pensar que soy un chico bajito o un adolescente prepúber. Pero la confusión nunca resiste a la proximidad o a un par de palabras. Salvo en Nariño. Allí, por primera vez, todos se refirieron a mí en masculino.

La masculinidad, como concepto, no es un absoluto: existe en relación a la feminidad. Quizás este sea el único consenso entre las diferentes líneas de estudios de género. De hecho, la crítica feminista propone la construcción inversa: es lo femenino lo que se construye en oposición a lo masculino hegemónico, supuestamente universal. Un poco como, en las sociedades racistas, se invisibiliza la blanquitud, como si sólo las personas racializadas tuvieran color. Sin embargo, parece imposible pensar la masculinidad fuera de este binomio, aunque el enfoque sea crítico.

Simone de Beauvoir decía que "no se nace mujer, se llega a serlo", explicando el carácter cultural -a menudo impuesto- del género sobre el cuerpo. Judith Butler, por su parte, denunció la falsa correlación sexo-género-sexualidad. Según elle, es la cultura hegemónica la que nos hace creer que los genitales determinan naturalmente el género y las prácticas sexuales. En realidad, estas tres cosas son independientes, y el género se resiste a la categorización, no sin conflicto, ya que su inestabilidad implosiona la estructura del régimen patriarcal: si el género no es fijo, no puede servir de base a un sistema de dominación.

Ser identificada como hombre por el marinero de Nariño supuso la supresión de mi compañera; al fin y al cabo, él me trataba con una complicidad que no se extendía a ella. A pesar de la incomodidad que esto nos causaba, aceptamos la ficción porque nos hacía sentir más seguras: la homosexualidad a veces es un riesgo. Fui entonces invitada a navegar por la camaradería de machos, el "bromance", y en aquel pequeño barco vi la oposición hombre-mujer construida a partir de la identificación con uno frente a la exclusión del otro.

Luna y yo nos conocimos en otra frontera sudamericana: Buenos Aires, ciudad a la orilla del Río de la Plata donde incorporé las camisas holgadas a mi vestuario y a mi español el acento porteño - gentilicio que se refiere a los nacidos en ese puerto. Allí también aprendí a ser torta, que literalmente significa "lesbiana", pero que no es lo mismo que ser "sapatão", que no es lo mismo que ser " camionera", o "butch", o "bollera", etc. En su libro Ética Tortillera, Virginia Cano dice que "las clasificaciones con las que nos diferenciamos modalizan nuestro ojo lesbiano, es decir, nuestra forma de ver y habitar este mundo. En este sentido, posibilitan experiencias, expresiones, deseos y matices. Configuran la posibilidad de narrarnos, nombrarnos y fantasearnos".

Efectivamente, en Buenos Aires, muchos de nosotros fantaseamos.

João tiene unos ojos negros que parecen más jóvenes que el resto de su cuerpo: es como la Teresa de Manuel Bandeira, cuyos "ojos nacieron y esperaron diez años a que el resto de su cuerpo naciera", pero al revés. Los ojos de João nacen todo el tiempo y demuestran que la mirada malhumorada que se esfuerza en fingir es sólo teatro. João vivía cruzando la calle, y con él compartía camisas holgadas y una vida cotidiana llena de pequeñas alegrías en el barrio de San Telmo, uno de los más antiguos de la ciudad y con una alta concentración de migrantes como nosotros. A João le gustaban las fiestas y a mí las previas, a mí me gustaba beber cerveza, él prefería la ginebra; sus noches eran casi siempre más largas que las mías. Mientras yo aprendía a ser torta, él aprendía a ser puto ("hombre homosexual" en porteño).

La masculinidad, como la describe João, se encuentra en rasgos como su barba, su forma de caminar, de sentarse con las piernas abiertas, y también en una cierta brutalidad en las relaciones -que quizás se traduce en esa mirada malhumorada que siento tan ajena a sus ojos. João nació en São Bento do Sul, un municipio del estado de Santa Catarina que, por unos pocos kilómetros de bosque y un río, no pertenece a Paraná, y hasta hoy se enfrenta a ese patrón de "macho" en su propio cuerpo cuando vuelve allí. Sin quererlo, engrosa la voz y endurece el vocabulario. Su homosexualidad hace mucho que no es un secreto, pero la homofobia contra los más "afeminados" es mayor. Al fin y al cabo, no es lo mismo ser "gay" que ser "marica".

Yo bebía cerveza, João ginebra y Mario fernet, un destilado con hierbas que se mezcla con refrescos. Paisa como Luna y vecino de barrio como João, cuando llegamos a Buenos Aires ya llevaba muchos años viviendo allí. Ya tenía una forma de hablar porteña y un tipo de comprensión del territorio que creo que sólo pueden tener los migrantes: que pasa por el cuerpo, pero que no deja de ser consciente.

Mario tiene un modo hermoso de fumar tabaco, no sé si porque sus dedos largos tienen una delicadeza firme al sostener el cigarrillo o porque, en cada calada, todo el tiempo se suspende. Él fuma mientras me cuenta cuán violenta fue la imposición de la masculinidad hegemónica en su cuerpo y cómo esa hegemonía se inventó en la Francia "revolucionaria" de mediados del siglo XVII, imbuida del pensamiento nacionalista, republicano y burgués de la época -fue Rousseau, en Emilio, o De la educación, quien asignó el espacio público a los hombres y el espacio doméstico a las mujeres, y proyectó el nuevo ideal del ciudadano francés-.

El constante echar y soltar humo da a lo que dice Mario un ritmo lleno de pausas:

"Esta representación de la masculinidad es algo así como una marca

[fuma]

social de tortura;

[suelta]

en mi caso, por ejemplo".

Y continúa: "la construcción de mi masculinidad tuvo lugar sobre todo durante mi adolescencia. Recuerdo que admiraba a la gente cool, gente que era más aceptada en mi entorno social. Tomaba un poco de cada una de estas personas para construir mi propia performance, que era una combinación de expresiones faciales, gestos, su forma de vestir, su voz grave. Además, era una energía más relajada. Cuando pienso en el privilegio de ser hombre y blanco, pienso en esa soltura. Creo que cuanto más suelto eres, más "macho" eres también. Es un gran privilegio sobre el cuerpo, una seguridad que no todos los cuerpos comparten. Y esta tranquilidad se sostiene en el poder, un poder que tiene el hombre blanco de clase media. Personalmente, no creo que yo sea tan suelto, porque no siento ese tipo de poder en mí mismo. No soy heterosexual, así que ese poder no me corresponde. Y tal vez ni siquiera lo desee".

También en Argentina me di cuenta del potencial filosófico del pensamiento jurídico cuando se combina con el activismo. La Ley de Identidad de Género -impulsada por el movimiento LGBTQIA+ organizado en un Frente Nacional y firmada en 2012 por Cristina Kirchner- garantiza a las personas trans no sólo el reconocimiento de su identidad, sino también su "libre desarrollo personal" y el "trato digno". A diferencia de Brasil, allí están legalizadas las intervenciones físicas, hormonales y quirúrgicas basadas únicamente en la autopercepción del sujeto, es decir, sin la mediación de un psiquiatra: un enorme avance en el camino hacia la despatologización de la transgeneridad.

En 2016, mientras yo estaba en Buenos Aires, Ierê visitaba psiquiatras en São Paulo. Recuerdo que me contaba cómo, durante sus consultas, interpretaba al hombre hegemónico -vistiendo ropas más neutras, teatralizando una seriedad, una dureza- para que la palabra del médico decidiera sobre su "disforia de género". Y cómo se reía de ello. En definitiva, él nunca se había identificado de esa manera. Para él, ser trans siempre ha sido más. Además, la identidad no es estática y la autodefinición es un proceso. Ningún proceso cabe en un diagnóstico.

"Mi punto de referencia para la masculinidad es mi padre, fue hermoso cómo él llegó - y todavía lo hace. Con dolor o con alegría, me parezco más a él. Y esto no es efecto de la testosterona, es más bien un proceso de interiorización, de mimetismo. Pero no se queda ahí. Ser trans, para mí, también significa una renegociación constante de lo que se considera masculino o femenino. Llega un momento en que vas 'no entendiendo' qué es una cosa y qué es la otra, y los nombres se caen".

“Ir desentendiendo”; así en gerundio.

Cuando nos vimos por primera vez después de empezar el tratamiento hormonal, noté cómo su cuerpo se expandía de una forma diferente, más relajada. En aquel momento, no relacioné esta soltura con el poder del que hablaba Mario. Hoy le pregunto a Ierê cómo interpreta su proceso. "Para ejercer la masculinidad, pensaba que tenía que levantar el pecho, endurecer la espalda. Abrirme. Y, al mismo tiempo, seguir adelante con fuerza y seguridad. La masculinidad cis-heteronormativa no tiene ninguna obligación de agradar; por otro lado, un hombre no puede equivocarse. Hay una paradoja. Hay algo perezoso en esta distensión, algo poco cooperativo, en plan: 'mi espacio ya está garantizado, así que no tengo que mirar hacia fuera'. Y también hay una presión para que este espacio no se desestabilice. A la masculinidad hegemónica no parece gustarle encontrarse con lo que no conoce, ni con el sujeto desconocido dentro de su casa -como el amigo del hijo en el desayuno-. En un hogar con rasgos patriarcales, un invitado siempre es un extraño, siempre está por debajo de la familia. Los otros son siempre los otros".

Siento que Ierê hizo un viaje de ida y vuelta; se acercó al terreno hegemónico de la masculinidad y atracó sin anclar. Volvió a alta mar trayendo consigo algunos signos que ahora componen su propio vocabulario, disconforme e inconformado. "¡Esto de tener que decir en qué 'soy' encajo es aburrido y difícil! Es contradictorio, pero al hacer la transición me di cuenta de lo mujer que soy. Me gusta esta ropa, este cuerpo. Y me encanta tener barba. Entonces me pregunto: ¿por qué no puedo reasumir el género femenino y conservar la barba?".

La lógica clásica es uno de los grandes paradigmas del pensamiento occidental blanco. Hay tres principios básicos que rara vez cuestionamos, ya que están tan asimilados que a con frecuencia se confunden con la propia naturaleza. Se trata de los principios de identidad (A = A, o: "todo es idéntico a sí mismo"), la no contradicción ("A es B" y "A no es B" son postulados mutuamente excluyentes) y el tercero excluido (A es igual a B o diferente de B). En otras palabras: lo que es, es; y si es, no puede no ser. Además, no hay nada entre el ser y el no ser. Estos principios son la base de algunos lugares comunes relativos al género: o se es hombre o se es mujer, no hay gradación - y tampoco podría haber una mujer con barba.

El pensamiento queer discrepa.

Gloria Anzaldúa nació en el sur de Texas, en un pueblo que toca México: el sur del sur del norte. Hija de inmigrantes latinos, pero ciudadana estadounidense, su territorio es la frontera. Poeta, escribía en español chicano, una mezcla de esta lengua y del inglés. Intelectual activista, defendió el mestizaje como posición política y las lenguas fronterizas no vernáculas -el propio español chicano o el tex-mex, por ejemplo- como discurso identitario. Una identidad que ya no es exclusivamente latina, ni se conforma con ser estadounidense. Lesbiana, reivindicó el término queer -que literalmente significa "extraño", "desviado"- para definirse. Gloria piensa en el género como piensa en la lengua y en la geografía: desde un espacio fronterizo.

En el libro Borderlands/La Frontera, dice: "Hay algo emocionante en ser a la vez hombre y mujer, en tener acceso a ambos mundos. A diferencia de ciertos dogmas psiquiátricos, las personas 'mitad y mitad' no sufrimos confusión sobre nuestra identidad sexual o nuestro género. Si lo hacemos, es a causa de una dualidad absolutamente despótica que asegura que sólo podemos ser una cosa o la otra. Afirma que la naturaleza humana es limitada y no puede evolucionar hacia algo mejor. Pero yo, como otras personas queer, soy dos personas en un solo cuerpo, masculino y femenino. Soy la encarnación del hieros gamos: la reunión en una misma entidad de atributos opuestos".

Ninguna anécdota define un territorio, y mucho menos una frontera, donde se superponen distintas realidades. Lo cierto es que cuando contamos el mundo decimos mucho de nosotros mismos, aunque no nos demos cuenta, y desde luego el binarismo -o es A o es B- está oculto en mi interpretación de las cosas. Además, para mí, como para João, Mario e Ierê, el concepto de masculinidad es inseparable de la idea de poder, y eso es lo que viví en La Cocha, en aquel barco. Sin embargo, este relato no resume con justicia una experiencia llena de matices, como fue el viaje por el Nudo de los Pastos. Aunque todo el mundo en la región se refería a mí en masculino, en ninguna otra situación que en la del barco eso significó la anulación de Luna.

Tal vez, entonces, podamos pensar lo sucedido en los Andes de una manera más generosa y menos eurocéntrica. Tal vez la rebeldía nariña se refleje también en una aproximación más libre al género. ¿Y si simplemente no se quisiera buscar coherencia entre mi cuerpo, mi apariencia y mi sexualidad? ¿Y si, más que nada, el problema fuera que en español -una lengua binaria y europea heredada involuntariamente- faltaran artículos neutros para referirse a mí? ¿Yo, lo queer, lo ambiguo, el "tercio excluido" del pensamiento clásico; pero, ahí en esa frontera, simplemente una forma posible?

Aunque no pueda respaldarla, me gusta esta hipótesis, como me gusta imaginar a una mujer con barba que escapa a la iconografía circense.

Antes de que yo viviera enfrente de João, antes de que Cristina Kirchner firmara la Ley de Identidad, antes de que Ierê viajara por su propio género y yo por mi “tortilles”, Thiago ya estaba allí. De hecho, Thiago siempre estuvo allí. Viejo amigo, dueño de un humor áspero y de una inmensa sensibilidad, es un hombre agridulce. Me pregunto si, tal vez, en una sociedad utópica no patriarcal, Thiago no sería sólo dulce. Es como si, por cordialidad, mantuviera siempre una cierta distancia con el mundo. Y como si transformara esa distancia en ironía -el humor es quizá la mayor muestra de afecto entre hombres socialmente aceptada. Creo -de nuevo sin poder ni querer sustentar la hipótesis- que Thiago guarda en sí una infinidad de abrazos no dados. Por cordialidad.

En innumerables mesas de bar hemos hablado de sensibilidad y género, de violencia y delicadeza, de machismo y amistad. Sobre los límites del tacto entre dos amigos. Sobre hombres y plantas. "Me identifico mucho con las características de mi mamá -me gusta cuidar la casa, las plantas-, pero creo que eso también es parte de mi masculinidad, no siento que sea un conflicto, así como tampoco me acerca necesariamente a un universo supuestamente femenino. No sé, Lu, tal vez todavía esté demasiado cerca de mí mismo para verme desde cierta distancia". Siento que su dulzura es inconscientemente dosificada a la medida de la masculinidad. También siento que, para un hombre cis y heterosexual, los contornos que la hegemonía impone al propio cuerpo casi siempre pasan desapercibido. Fue Thiago quien me provocó a escribir este texto y, desde fuera, a mirar la masculinidad. Me pregunté qué sentido tenía poner por escrito los contornos de la hegemonía: mi posición es disruptiva; como lesbiana, me niego a firmar el contrato social del género hegemónico. Los imaginarios que elijo habitar son rebeldes y, como Gloria Anzaldúa, me sitúo en la frontera.

Y desde la frontera escribo.

Pero me pareció un pequeño acto de justicia histórica: las mujeres, putas, queers, travestis, trans siempre hemos sido categorizadas y descritas bajo la mirada heteronormativa. Y, sobre todo, siempre hemos tenido la obligación de reflexionar sobre la normatividad. Para nosotras, cuerpos disidentes, los estudios de género no son una categoría teórica abstracta. Atraviesan insistentemente nuestra vida cotidiana; a veces, por supuesto, como fuente liberadora de placer, pero casi siempre porque nos interpelan violentamente. Me pregunto, por ejemplo, si algún día Ierê podrá hablar de sus rasgos moldeados por la testosterona, de su barba femenina, con la misma ligereza con la que Thiago habla de cuidar las plantas.

Espero que sí. Y también espero que cuestionar los límites del género y reconocer la riqueza de sus fronteras deje de ser un trabajo exclusivo de quienes no tienen elección. Al fin y al cabo, todos estamos implicados. Cuando hablamos de pactos sociales, signos, convenciones, cultura, hegemonía, hablamos de sujetos reales. Sujetos que tienen agencia y responsabilidad.

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